Skagboys, novela, Irvine Welsh. Precuela de Trainspotting. Nada más que decir, sobran las palabras, se entiende el porqué quería leer este libro, el porqué debía leerlo. Por lo demás, tercer y último libro de la segunda tanda de préstamos de la Biblioteca Nacional. Ya era hora (gracias, Clarice Lispector...).
Demonios, antes de que lo olvide... He hecho un ejercicio bien divertido con algunas novelas que describen claramente la geografía en la que se mueven sus personajes: mirando el mapa real para ver las distancias que recorren, para comprender mejor las travesías que emprenden. Gracias a Crimen comprendí lo grande que es Miami y por qué demonios el protagonista se demoraba tanto en ir de un lugar a otro (yo pensé que Fort Lauderdale era un barrio lujoso dentro de Miami ja, ja, imaginen mi sorpresa al ver el mapa, o cuando viaja al trasunto de Naples, uf). Nuestra parte de noche y el viaje inicial, desde Buenos Aires hasta la región de Corrientes, luego Misiones, pasando por ciudades como Esquina... Y Edimburgo, con Leith, Tollcross, Murrayfield, y lo que hay de distancia entre Edimburgo y Aberdeen (donde estudia el universitario Renton), bien al norte de Escocia, o Glasgow, casi al lado (se entiende la rivalidad), o cuando viajan a Blackpool, ya en Inglaterra, para ir de fiesta y encontrarse con chicas con acento de Manchester o de Liverpool (tiene sentido, ciudades cercanas a Blackpool)... A veces me dejo llevar con el street view del Google Maps, me gusta esa posibilidad. ¿Ustedes lo hacen?
El cuarteto maldito de Edimburgo. Rents, Sick Boy, Begbie, Spud. Y Tommy, que no llegó a la sesión de fotos para el póster de la película. La vida antes de Trainspotting, la vida antes de la heroína.
Aunque es un libro de casi 700 páginas, siento que no me extenderé tanto. Si leyeron Trainspotting comprenderán que Skagboys no se aleja de ese estilo directo y arrabalero con que Welsh escribe las vivencias, entrañables a veces, crudas en ocasiones, estremecedoras y emocionantes con frecuencia, también delirantes e hilarantes, de los sospechosos habituales y la pléyade de personajes que flotan alrededor, a su aire pero inseparables de la célebre y cochina pandilla. Con cada capítulo variando dependiendo de quien lo protagonice (los de Begbie son más procaces y orgullosamente vulgares, los de Sick Boy tienen esa pomposidad propia de su personaje, los de Renton tienen esa deliciosa ambivalencia entre el muchacho inteligente y el chico barriobajero de toda la vida), e incluso presentando interesantes variaciones formales (como los capítulos sacados de un diario de rehabilitación), en esta ocasión, podría decirse, la gran protagonista oculta de la novela es la heroína (una droga que no era nueva precisamente), su origen y gloria dentro de Edimburgo en los ochenta, a la postre capital europea del jaco (donde se producía y movía el mejor polvo) y, luego, por motivos que ya conocemos, del sida. Una verdadera epidemia. Welsh pone como telón de fondo este auge de la heroína para analizar su impacto en la vida de nuestros personajes y de la sociedad en general, presente también una fiera crítica social y política, pues la explosión de la heroína es consustancial a las transformaciones en el modelo económico (el puto neoliberalismo), la llegada de Thatcher, el desmoronamiento del Estado de bienestar y la caída de millones de personas en una desprotección social desesperante que, por esas crueles casualidades de la vida, concordó temporalmente con el auge de la heroína y sus devastadoras consecuencias. La decadencia de un estilo de vida (el desempleo generalizado desmoraliza que te cagas), de una cultura, de una forma de ver las cosas, a manos de una malvada puta imperialista sin alma. De hecho la novela comienza con Renton asistiendo junto a su padre a una protesta sindical en apoyo a una huelga de mineros, sólo para ser brutalmente reprimidos por la policía, que son unos bastardos hijos de puta en cualquier parte del mundo.
Y esta dolorosa decadencia generalizada corre paralela a la decadencia de los protagonistas, particularmente la de Renton y Sick Boy, que claro, son muchachos que se drogan y todo para ir de fiestas, ligar y vivir el momento, aprovechar la emoción y fuerza juvenil, pero que tienen sus vidas (el universitario con brillante futuro; el manipulador y seguro galán que vive a costa de sus conquistas), sus prospectos, sus dinámicas familiares, sus problemas comunes y corrientes, pero que poco a poco, una vez aplicado el primer chute, van en caída libre por una espiral de auto desprecio, indignidad y humillaciones para conseguir otro chute, y otro más, para aliviar toda la miseria que van acumulando página a página, día a día. Si Trainspotting, en palabras simples, iba sobre la vida de un grupo de adictos a la heroína, Skagboys nos muestra cómo se convirtieron en adictos, con todo lo que ello implica: no me refiero únicamente al acto de drogarse con determinada droga, sino en convertirse en esos zombis que sólo viven por y para el próximo chute, y cuyas acciones nacen y se justifican en esa angustia que sólo puede calmarse intravenosamente. Cómo los entusiastas muchachos de las primeras páginas son poco menos que fantasmas destripados de un pasado no tan lejano en lo temporal, pero remoto en otro sentido más bien espiritual. Cómo los primeros capítulos iban sobre los altos y bajos de una vida complicada, cuadros sociales de las clases obreras, pero soportable hasta los últimos, intentos desesperados por conseguir dinero para drogas y la banda desbandada, quebrada, explotada.
Todo escrito con ese estilo tan honesto, auténtico, genuino, de Welsh, que es capaz de vocalizar y casi materializar a sus personajes, de carne y hueso, y el tiempo y el lugar en el que viven sus desventuras. Esos pubs zarrapastrosos, esas callejuelas fantasmales, esos puertos mugrientos y abandonados, esos complejos habitacionales apretujados pero dignos, los apartamentos asquerosos, las peleas callejeras, los acentos, la identidad, esas caminatas en las madrugadas frías, las noches de cerveza y sexo, el amor, la ilusión, la decepción, la tragedia... Como digo, un libro que puede ser tan entrañable y tierno como descarnado, terrible, triste. Y es que ya conocemos a la pandilla, su dolor es nuestro dolor, aunque no dejen de ser unos canallas, unos brutos, pero los sentimos. Y la lectura es una gozada, digo el acto mismo de leer, de dejarse llevar por el torrente de palabras y páginas. Qué esperan, a ver.
Y llegamos a la tradición de todo préstamo. Como se aprecia, Skagboys lleva más de ocho años en Préstamo a domicilio, tiempo en el que ha sido prestado seis veces antes que a mí, el séptimo lector de este ejemplar bastante bien cuidado. El año de gloria de Skagboys fue el 2018, con cuatro préstamos, y quién sabe, a lo mejor los tres primeros préstamos de ese 2018 sean de la misma persona, porque parecen ser prestados consecutivamente, a fin de cuentas no todos tienen tanto tiempo para leer, menos un libro de casi 700 páginas. Curiosamente, desde octubre del 2018 que nadie lo había pedido hasta ahora. ¿Habré roto la maldición? Quién sabe. Lo cierto es que después de devolverlos, la vida de cada libro es un misterio para mí...
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