Biblioteca Nacional E52. Sobran las palabras cuando nos traemos y comentamos un libro de Irène Némirovsky. Nos encanta su literatura, vemos un libro suyo y ¡bam!, lo pedimos. La B.N.P.D. tiene un buen puñado de novelas suyas y, tal como dice el dicho, no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy, es decir, no al pie de la letra, pero mejor me pido sus libros antes de que, por cualquier maldito y repentino motivo, sus libros desaparezcan de las estanterías, que siempre es una probabilidad, quizás poco probable, pero con la suerte que tengo, lo improbable es lo más plausible. De momento vamos eligiendo sus libros solamente por cuán atractivo me parezca el título, cuán sugerente, cuán evocador, así que no me digan que El vino de la soledad no les provoca sensaciones, no les seduce, no les llama, no les dice "descúbreme".
Sobran las palabras cuando una novela de Irène Némirovsky te gusta y te encanta. El vino de la soledad aúna en sus algo más de 200 páginas (221 si mi precisión es realmente precisa), con perfecto equilibrio, con rotunda precisión y concisión, con una férrea estructura y pulso firme, intachable estilo, varias de las preocupaciones e intereses principales, esenciales, en la literatura de esta escritora imprescindible. Tenemos la furia, la rabiosa crítica social y deseo vital de El baile, por ejemplo. Tenemos, también, el reverso oscuro e irónico de El malentendido (hay relaciones románticas acá, pero en esta ocasión la autora parece reírse de ellos, burlarse y casi repugnarse del grotesco infantilismo de sus neuróticos amantes, peleando por fruslerías como si fuera el fin del mundo, como si, en efecto, estuviera renegando o incluso repudiando aquella novela, El malentendido). Tenemos la reconstrucción histórica, desde lo íntimo y personal, vista en Los perros y los lobos. Tenemos su elegante nostalgia, su polvorienta melancolía, su romántico decadentismo, vistos por ejemplo en Nieve en otoño o El ardor de la sangre. Tenemos la atmósfera trágica, fatalista, nihilista por momentos, de David Golber o Un niño prodigio, que a su vez nos lleva al pilar fundamental de su obra: tenemos un canto a la libertad, sobre todo a la libertad individual, a la búsqueda dolorosa y maldita de la liberación de las cadenas que nos atan a vidas grises, aprisionadas, conformistas, superficiales, ese deseo tan poético, tan lírico como concreto, realista, físico: saberse dueño de tu destino, de tu alma, de tu espíritu y de tu mente, reductos que deberían ser intocables e inviolables, pero también dueño de tus pasos, de la ropa que vistes, de la comida que comes, del lugar donde vives, de las palabras que dices, de las personas que conoces visitas frecuentas, del cielo que miras, del aire que respiras. El vino de la soledad es eso, el largo, arduo camino que la protagonista, hija de un matrimonio conformado por un judío pobre enriquecido y una decadente aristócrata empobrecida, una niña que clama por sentimientos auténticos, reales, pero que a medida que crece se desencanta con el mundo, se rebela contra los valores en que se ha criado y ha crecido, se enfrenta a las injusticias que la rodean en su círculo interno y en el mundo alrededor, intenta rescatarse a sí misma de ese pantano de consumismo, materialismo, superfluidad, amoralidad, negocios inhumanos, mentiras y falsedades que la ahogan, que la repugnan. Hombres vacíos que se enriquecen a costa de las guerras, de las muertes, de las hambrunas y de las masacres; mujeres convertidas en títeres estragados, en muñecas artificiales, bellas por fuera y feas por dentro. Millones, millones, millones, dinero, dinero, dinero, perfumes, casinos, propiedades, acciones... el vocabulario pobre y asqueroso que la olvida, que la vuelve invisible, que la empuja por senderos irreversibles si es que no halla sus propias palabras, su propia voz, su propia fuerza para gritar "¡basta!", para gritar "¡yo no soy esa que ustedes quieren que sea ni lo seré!", para gritar "¡váyanse al diablo hipócritas hijos de puta, me han cansado y asqueado!". Para perderse en la libertad.
En términos algo más concretos, podría decir que El vino de la soledad es una novela de formación, un coming-of-age histórico, sobre la infancia, sobre la adolescencia, como una película de Dorota Kedzierzawska, aunque también tenga ideas del anti-amor de "Nelbuyov", de Zvyagintsev, esta novela de formación transita por varios otros marcos o narrativas o géneros, casi siempre desde la perspectiva de su protagonista (de vez en cuando, ágilmente, Némirovsky escribe desde otros personajes como el padre, la madre, los abuelos, un amante, etc.), como por ejemplo la novela histórica (la Gran Guerra, las revoluciones en Rusia), la mordaz crítica social, una saga familiar, en fin... Una novela que presta tanta atención a los personajes y sus psiquis como al contexto, al mundo que los rodea, a través de una narración sin tropiezos ni fisuras, de ritmo avasallador, con su prosa elegante, nostálgica, diáfana, con su magistral uso de las palabras. La prosa de Némirovsky me encanta porque tiene tanto de poética e incluso idealista ensoñación como de realista, es decir crudo y áspero, retrato de personas y ambientes; como sus personajes, su prosa describe a la perfección el mundo que habita, pero también el mundo que desea habitar, y la superposición de ambos genera ese intenso efecto de rabia, melancolía, fugaz felicidad, esperanza y desaliento. Una escritora tremenda, vamos, de un talento descomunal y poseedora de una voz literaria tan única y personal que no se puede hacer otra cosa salvo aplaudirla: salvo algunos tropiezos, inevitables en todo gran artista que se precie, Némirovsky de verdad escribió lo que le salía de los ovarios, su obra está salida de sus entrañas, de su mente, de su corazón. Es de esos artistas que son géneros en sí mismos, porque nadie puede ser como ellos (¿cuántas novelitas intentan imitar a esta escritora?) y porque ellos, partiendo de ciertos códigos o géneros, no se amoldan jamás a ninguna convención, las rehúyen. Y claro, no son one hit wonders. Los grandes artistas como Némirovsky, de tan personales que son sus obras, nos obsequian calidad tras calidad. Como sea, novelaza, obra maestra: El vino de la soledad es literatura pura, una obra de una madurez magnífica. Y con ese final, cómo no sentirse emocionado, entusiasmado, satisfecho. Genial.
Da gusto ver cuando las fichas bibliográficas de la B.N.P.D. están tan llenitas. Este libro fue pedido por primera vez en septiembre del 2013, hace casi doce años, y durante todo este maldito e ingrato tiempo, su total de préstamos y presuntas lecturas asciende a un total de, redoble de tambores, veinte ocasiones. Su año de gloria fue el 2015 y, miren ustedes, resulta que El vino de la soledad estuvo sumido en un largo letargo lector, típico de esta época, de esta década, desde mediados del 2019 hasta nuestro días, es decir, prácticamente la mitad del tiempo que lleva en las estanterías estuvo sin que mirada alguna se posara en sus páginas. Me alegro de haber roto semejante silencio. Ahora les toca a ustedes.
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