Biblioteca Nacional S16E02. Primero leímos Sunset Park, mero impulso, esa vez vimos un libro de Paul Auster a mano y lo pedimos, irresistible como es. Tiempo después, bastante tiempo, vimos en la B.N.P.D. La trilogía de Nueva York, la primera novela que Auster publicó como tal (antes lanzó una novela de detectives bajo seudónimo), que habíamos leído hace varios años y que quisimos leer de nuevo porque por qué no, irresistible como es. Luego, por casualidad, por uno de esos azares que tanto le gustarían a Auster, nos encontramos con El país de las últimas cosas, que resulta ser la novela que siguió a la Trilogía..., momento en el que pensé "¿será que podremos leer la obra novelística de Auster de manera lo más cronológica posible?", así que me fijé y observen, en la B.N.P.D. estaba El Palacio de la Luna, la novela que sigue a El país..., y me la traje porque es una novela de Paul Auster, irresistible como es...
Maldita sea ¿cómo puede escribir tan bien una persona? El Palacio de la Luna me ha EN-CAN-TA-DO. Esta vez, luego de un libro de misterios existenciales/metafísicos y de un survival horror intelectual, Auster se enmarca, según mi opinión, en el terreno de una novela de formación, o coming-of-age, que es una expresión que me gusta más, que siento más cercana, para amoldar dicho modelo a su visión/voz/estilo de la literatura a la vez que amolda su visión/voz/estilo de la literatura a dicho modelo. En esta novela, asumiendo las claves del tipo de relato elegido, Auster, tal como en sus títulos primeros, vuelve a verter sus intereses y preocupaciones estéticas, intelectuales y humanistas, todo en perfecta armonía, en ideal simbiosis, en absoluta conjunción artística y narrativa con el marco dramático del duro proceso de crecimiento, resiliencia y maduración del protagonista. Por cierto, comienza a configurarse y cristalizarse de manera más precisa y nítida lo que denominaremos como el (anti)héroe Auster, esto es un individuo perdido, confundido y desesperado en un mar de incertidumbre, en una jungla de verdades falsas, de imágenes ilusorias, de convicciones y principios tambaleantes, de reglas y cadenas y chalecos de fuerza débiles y raquíticos que pueden ser tan fuertes como lo sea la necesidad de domesticación y aprobación de cada persona y ciudadano del mundo y de la vida; un individuo rebelde, inconformista, heterodoxo... obstinado e insobornable en su intención de zafarse de toda norma castrante, devoradora, inhumana; un individuo tan rabioso y peligroso y loco de atar como frágil, melancólico, inerme y resignado a los azares que lo rodean, recluido en su propia personalidad que es tan liberadora como aplastante, una bendición pero también una maldición, porque nadie nunca ha pedido estar al margen de la luz y la felicidad que los otros disfrutan sin cuestionar, aunque una vez que lo ves desde afuera, esa luz y esa felicidad no te parecen más que una mala obra teatral, una farsa una comedia, una ampolleta debilitada y velada por el uso, por la humedad, por el polvo impregnado en su materia. El protagonista es M. S. Fogg, un muchacho algo solitario, sin familia, de vida ajetreada y dura, que nos narra todos los acontecimientos y pesares, tribulaciones y desgracias, que más o menos resume en esa primera página que pueden ver abajo, además de varios pormenores biográficos previos. La época en que comenzó a vivir, en que podríamos decir que despertó, que abrió los ojos; sin sentimentalismos romanticones, sin idealismos melosos, sin añoranzas simplonas: con el debido respeto al pasado y a la experiencia formadora, con la debida valentía para no olvidar, pero con la suficiente insolencia para saber mirar hacia adelante y poner al pasado en su lugar: lejos, lejos de mí, maldita sea. Y su historia, una historia marcada por personajes y hechos (y secretos) fascinantes y atractivos, viene aderezada con planteamientos filosóficos, con reflexiones en torno a la importancia de la existencia, la soledad o el amor y la camaradería, punzantes aunque sutiles críticas a ese capitalismo salvaje competitivo del sálvese quien pueda, el gusto y el placer por el arte y la cultura, por las historias y las narraciones, por aquello que ilumina nuestras vidas y que nos salva y que nos mantiene a flote, todo aquello que nos forma a la vez que nos moldea permanentemente, por la sana ingenuidad de dejarse sorprender ante lo que te depara el mundo y el tiempo... Básicamente, a pesar de las dificultades y oscuridades que hay que pasar, El Palacio de la Luna es el lado luminoso de la moneda del azar: el lado liberador, tan liberador como el animalillo que tenemos en nuestro interior, sediento y hambriento de aventuras, de conocimientos y de libertad de movimiento. No mucho más puedo decir, salvo que se dejen llevar en el placentero y potente caudal narrativo de esta deliciosa novela, de esta hermosa y conmovedora novela, escrita, por lo demás, con el habitual y exquisito buen gusto de su autor, esa prosa profundamente humana, sensible y cercana, cándida y curiosa, pero también implacable a su modo, gélida y feroz en su distanciamiento crítico con el propio ser y con el entorno, como en guardia. En fin, qué puedo decir, me hace genuinamente feliz leer algo de Auster, esperemos que sigamos con la buena racha si seguimos encontrando novelas suyas por ahí...
¿Tan sólo una lectura, la mía, en la ficha bibliográfica de un libro de Paul Auster? Me cuesta creerlo, pero las pruebas están a la vista. Nada más queda decir, salvo lo de siempre: vayan a por este libro, les va a gustar, Paul Auster es un grande, hay que darle un Nobel póstumo, y si no existe hay que inventarlo por él, maldita sea.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario