Biblioteca de Santiago nº37. Agradable fue mi sorpresa cuando me fijé que en los amplios y nutridos salones de la BDS estaba este libro de Yoko Ogawa, una escritora que por acá queremos mucho, cuya bella edición y llamativo título (el original se traduciría, tal como el mismo libro lo indica en su panel informativo, como La marcha de Mina) fueron alicientes para no esperar una próxima visita y llevármelo de inmediato, porque todo puede pasar, ya he visto libros que a la visita siguiente no están, entonces es mejor asegurarse, pero, ay, son tantos libros y tan pocas manos, tan pocos días, tan sólo un par de ojos, que irremediablemente toda elección es tan acertada como fatalmente errónea.
La niña que iba en hipopótamo a la escuela nos cuenta la historia de una muchacha, que es la narradora del libro pero ya de adulta, quien, debido a la muerte de su padre y a que su madre decide tomar un curso especializado para poder optar a empleos mejor remunerados con los que mantener a su hija, debe trasladarse a la casa en donde vive su tía, la hermana de su mamá, durante todo un año mientras dure el curso. La novela es un bello y sereno, pero profundo y sutilmente complejo, ejercicio de memoria personal e histórica en el cual la historia de ese año, en esa casa junto a esa familia, se entrecruza con la historia de Japón y del mundo: los hitos de la vida de una niña que son tan vitales, cruciales, importantes como los hitos a gran escala. La familia de la tía está compuesta por el marido, el director de una fábrica de refrescos muy carismático pero también muy ocupado y ausente; la abuela de la casa, una alemana asentada en Japón desde hace décadas; la señora Yoneda, la nana, afectuosa pero severa; el señor Kobayashi, el jardinero y maestro chasquilla, hombre taciturno pero confiable; la tía, mujer melancólica y lánguida; y Mina, la niña de la casa, aquejada de asma pero entusiasta, animosa, y con quien la protagonista entabla una amistad que trasciende el lazo familiar. La casa es una mansión que tiene un zoológico en el patio, la mascota de la casa es una hipopótamo y la vida a lo largo de ese año será tan extravagante como perfectamente normal.
Lo maravilloso de esta novela es que carece de truculencias emocionales, no hace gala de esa apestosa y tan manida nostalgia pluscuamperfecta. La narradora, literalmente, revive los recuerdos y su narración palpita asombro, perplejidad, entusiasmo, toda una amplia, variada y rica gama de emociones que no necesitan artificios ni manipulaciones, lo que nos cuenta es la vida misma, un slice-of-life bien entendido y bien contado, bien escrito, escrito con esa serena poesía marca de la casa, con ese trazo delicado pero preciso que, con paciencia y contemplación, puede componer un cuadro rico en detalles, en profundidad de campo, en sensación de movimientos. Es una novela escrita y narrada con sensibilidad, con honestidad y sinceridad, con genial humildad, modestamente magistral, que es capaz de transportarte a un tiempo y a un lugar y evocar la vida ahí: hacerte respirar la pureza del aire, hacerte sentir la caricia del viento, escuchar el canto de las hojas, tal es su poder evocador. Sumen a ello numerosas subtramas que, aquí y allá, le van dando sabor, intensidad y complejidad al relato del año junto a la familia de la prima, porque claro, no todo es perfecto: la madre bebe mucho, el padre se ausenta demasiado, secretos revolotean en el aire, etc. Me doy cuenta que ahí radica la gracia, la mayor cualidad de esta novela: que respeta la visión joven de su protagonista, incluso aunque sea una rememoración; a mujer adulta que recuerda no interviene, no aclara, no hace gala de condescendencia ni para con su versión adolescente ni para con los otros personajes o el pasado mismo, como quien, con la seguridad que otorga el "conocimiento" del tiempo acaecido, en plan todos son generales después de la batalla, juzga a diestra y siniestra olvidando que nadie sabe para quién trabaja y que la vida es caminar envuelto en sombras. Al contrario, como digo, se mantiene la pureza y la transparencia del tiempo recordado, con las virtudes y defectos que todos los personajes tengan, pues la vida palpita gracias a virtudes y defectos, ya sea la ingenua sencillez de la protagonista (la que, curiosamente, le permite estar con los ojos más abiertos: quien no sabe mucho tiene más cosas que aprender, que notar, que vislumbrar), ya sea el voluntarioso y avasallador ingenio de la prima Mina, todo es retratado y reflejado, utilizando las palabras de antes, con la misma perplejidad y asombro con que lo harías si lo estuvieras viviendo y no recordando.
El resultado es una novela maravillosa, hermosa, emocionante, alegre y curiosa, en fin, otra gran muestra de la literatura bella, poética, contemplativa, de Yoko Ogawa, cuyos libros, más que navegar la corriente de un río, es zambullirse a lo largo y ancho, alto y bajo, de un lago despejado e iluminado.



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